Sistemas territoriales de producción agropecuaria campesina

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La agricultura familiar, campesina o comunitaria no es una actividad individual y aislada, forma parte de sistemas territoriales de producción d enorme potencial, Proterritorios, 2013

Pasado el Año Internacional de la Agricultura Familiar, en la mayor parte de los países latinoamericanos han quedado reflexiones que sugieren la necesidad de una revisión profunda de las estrategias de política pública para su apoyo y fomento. Los conceptos y enfoques dominantes en las actuales estrategias están centrados en un énfasis economicista que entiende la agricultura familiar, campesina o de pequeños productores como una actividad productiva que enfrenta barreras que le llevan a la exclusión, priorizando su condición individual, en el marco de una visión microeconómica que entiende a la unidad productiva familiar como el foco de sus estrategias de intervención y centra su pertinencia y relevancia por el peso que tiene en cuanto sector que concentra la pobreza y marginación, al tiempo que es determinante en la seguridad alimentaria de nuestras sociedades. La característica de estas políticas es su centralidad en estrategias compensatorias, cuando no asistencialistas, que prioriza la dotación de factores productivos, basada en transferencias privadas de subsidios, con significativas inversiones públicas que no muestran impactos convincentes.

Un punto crítico para el desarrollo de políticas innovadoras, audaces y de mayor alcance parte del significado estratégico que tiene la agricultura campesina para una sociedad cada vez más urbana y globalizada, que depende económicamente cada vez más de sectores terciarios. Existe un sentido residual de la agricultura familiar que le otorga su relevancia por un sentido de equidad social y busca responder a la ata concentración de pobreza y exclusión que caracteriza a la población rural. Generalmente este sentido de justicia social surge de la lucha reivindicativa permanente que el campesinado realiza. A este se le ha sumado, más recientemente, el reconocimiento del peso que la producción agrícola familiar tiene sobre la seguridad alimentaria de la población rural y urbana. Esta es una importancia basada en los factores visibles de relevancia de la economía campesina.

Sin embargo, esta resulta una visión parcial que trae como consecuencia que no se considere este sector como estratégico en el modelo de desarrollo nacional de nuestros países. El punto radica en que hay un conjunto de contribuciones de la agricultura familiar que son invisibles en la casi totalidad de las estrategias públicas, como se puede constatar fácilmente en los vacíos en los considerandos de las políticas de nuestros países.

La agricultura familiar tiene contribuciones que han sido subvalorada en nuestras estrategias de desarrollo. Representa el 80% del total de la explotaciones agrícolas de América Latina, esto es, cerca de 18 millones de unidades, y aportan entre el 40 y 60% del valor de la producción sectorial. Pero en términos de producción de alimentos su aporte en mucho mayor, baste mirar que en casos como Brasil su participación en la provisión de productos esenciales en la dieta básica alcanzan el 87% en el caso de la yuca, el 70% del frijol, el 59% de carne porcina o el 58% de la leche; en Uruguay el 80% de la producción de hortalizas; en Paraguay el 97% de las hortalizas, el 94% del frijol y la yuca; en Chile el 54% de las hortalizas, el 44% de los cultivos anuales, el 54% de productos bovinos y el 94% de caprinos; en Costa Rica el 97% del maíz y el 75% del frijol. Esto significa que la base de soporte de la dieta tradicional de nuestros países se soporta en la agricultura familiar, no en la agricultura empresarial, es decir que la seguridad alimentaria no es una preocupación exclusiva de la población rural, sino de toda la sociedad en su conjunto.

En términos de empleo, la agricultura familiar resulta la más importante fuente en el medio rural de América Latina. Manteniendo la agricultura como el primer sector generador de empleo rural, alcanzando el 65% del empleo total, la agricultura familiar contribuye con más de la mitad de este, lo que implica que uno de cada tres empleos del campo latinoamericano es provisto por la agricultura familiar. Esta cifra varía en forma significativa por países. En el caso de Brasil, el 56% del empleo rural está en la agricultura familiar, en Colombia es el 29% del empleo, en Chile el 39% y en Costa Rica el 13% y en Argentina el 53% del empleo agrícola corresponde a agricultura familiar. Esto significa que la agricultura familiar reúne cerca de 15 millones de puestos de trabajo, de un total de 43 millones de trabajadores rurales en América Latina. Sin embargo hay acuerdo en que estas cifras pueden estar subestimadas por razón de las dificultades inherentes a la estimación del trabajo invisibilizado de la mano de obra familiar.

Pero seguramente no son estas las más importantes contribuciones de la agricultura familiar, si abrimos la perspectiva de sus aportes. El hecho de que los alimentos que conforman las culturas gastronómicas y culinarias de nuestros países y regiones esté soportada por la producción campesina, nos indica un hecho de enorme valor estratégico. Significa que la diversidad biológica agrícola está en manos de la pequeña agricultura, todo lo contrario de lo que ocurre con la expansiva agricultura comercial. La agricultura familiar es el banco de germoplasma in situ de América Latina, en ella reposa la riqueza biológica, con todo su potencial.

Esta es apenas una parte de la importancia de relación entre la agricultura familiar y el patrimonio natural de nuestros países. Además de la agrobiodiversidad, son los responsables de gestionar, más para bien que para mal, los recursos hídricos, los bosques, la biodiversidad y los suelos. Así es reconocido por las diferentes Convenciones que sobre medio ambiente, han suscrito nuestros países. Esto significa, categóricamente, que los servicios ambientales y ecosistémicos pasan inexorablemente por la agricultura familiar.

Los patrones de distribución espacial de la población de América Latina, hoy signada por la consolidación de un modelo de urbanización intensa, ha sido tejida por procesos de ocupación bajo diferentes modelos de colonización que han permitido la configuración territorial actual. La ocupación territorial no es un tema de interés exclusivo de la población asentada en los territorios rurales, es una prioridad nacional, forma parte de la construcción de nación. La agricultura familiar cuenta con aproximadamente el 23% del total de la superficie agrícola de la región, esto es más de 160 millones de hectáreas, lo cual implica que una cuarta parte del suelo y agua es manejada en este modelo de producción. Esta cifra llega al 33% de la superficie en Brasil, 13% en Argentina, 14% en Colombia y 52% en Chile. En el Cono Sur la cifra media es de 32%, en la región Andina de 12%, en Centroamérica el 14% y en el Caribe el 28%. Pero lo más importante, estas son las tierras pobladas, en otros términos, es la base de una ocupación equilibrada, o desequilibrada, del territorio.

Otra dimensión en la cual se refleja la importancia de la agricultura familiar es la construcción de gobernanza. La ocupación del territorio es un tema de alta importancia política nacional, pero igualmente lo es el patrón de distribución de la tierra, la estructura agraria. Un claro reflejo de esto es que este tema ha estado en la base de los conflictos y sus resoluciones, en la casi totalidad de los países latinoamericanos. La lucha agrarista ha estado en las raíces de procesos revolucionarios en México, Colombia, Centroamérica, Brasil, Perú o Bolivia, por citar los más dramáticos. Sin paz agraria no hay paz nacional, ha sido la lección en América Latina. Esto ha sido bien aprendido por nuestros países, pero esta visión desde lo negativo, tiene la otra cara que la explica, es decir, que una agricultura familiar con equidad y justicia en su relación con la tierra y el territorio es un factor determinante de la paz.

Finalmente, permitámonos valorar una dimensión de mayor profundidad, capaz que por ello de menor visibilidad, que consiste en la memoria cultural de nuestras sociedades. Algo que hemos aprendido del proceso globalizador es que no es inexorable la uniformidad cultural y la pérdida de nuestras identidades nacionales, regionales o locales, sino que nos enfrentamos a un proceso de universalización de nuestras propias raíces culturales. Si bien ahora construimos nuevas culturas urbanas, como amalgamas de migraciones rurales, la cultura ancestral radica en ese mundo rural, en esa economía campesina, en esas unidades de agricultura familiar, en sus familias y comunidades. Solemos destacar los aspectos estéticos y folcloristas de la cultura, que en sí son muy importantes, pero hay mucha más que eso. Los saberes tradicionales, los valores, los códigos simbólicos, las bases axiológicas y las cosmovisiones existentes en nuestros países, tienen un alto valor estratégico basadas en identidad, adscripción, pertenencia y territorialidad, como nos lo han enseñado las sociedades europeas.

El hecho de que no llevemos contabilidades para las dimensiones más significativas de nuestro desarrollo no les resta importancia, pero si invisibiliza las contribuciones que sectores, como la agricultura familiar y campesina hace al desarrollo. Esto implica que mientras reduzcamos la importancia de este sector a razones de solidaridad por su pobreza, estamos condenados a estrategias marginales que han mostrado resultados marginales.

Esta subvaloración de la contribución de la agricultura familiar no deja de estar ligada con el énfasis microeconómico que tienen las bases de las estrategias de política pública. Lo cual, igualmente llama a una mirada diferente. Específicamente, desde el Programa Iberoamericano de Cooperación en Gestión Territorial, PROTERRITORIOS, en asocio con la FAO y el IICA, venimos promocionando una idea de Sistemas Territoriales de Producción Agrícola y Campesina, en reconocimiento a su integralidad.

La agricultura familiar es un sistema anidado que puede ser abordado en varios planos. El primero que considera la familia, en su condición unidad de consumo y producción, que le implica un conjunto de características particulares y entraña dimensiones económicas, sociológicas y culturales que explican su singularidad. Esta familia está enmarcada por una forma compleja de asumir su función productiva, por medio de un modelo, denominado por la FAO como Sistema Finca, que implica la gestión de un conjunto de cultivos y explotaciones pecuarias, integrando prácticas agroambientales y una alta flexibilidad en la gestión de factores productivos, en forma recursiva, como respuesta a su consuetudinaria escasez.

Pero un aspecto clave es que estas unidades de Sistema Finca, no se encuentran aisladas, sino que se explican en gran medida por la aglomeración con otras fincas, conformando Sistemas de Producción, entendidos estos como conjuntos de Sistemas Fincas que comparten recursos y estructuras de producción. Esto es muy diferente de la agricultura comercial que tiende a estar conformada por unidades de producción más autosuficientes. La finca agrícola familiar no puede ser entendida por fuera de su sistema de producción, donde comparten recursos y generan relaciones de intercambio en la forma de aglomeraciones económicas, con demandas comunes de insumos, servicios y bienes públicos productivos.

A su vez, estos sistemas de producción, con las particularidades de una economía familiar en su base, tienen relaciones funcionales que van más allá de lo estrictamente económico productivo. Son modelos altamente multifuncionales, esto es, que generan enormes externalidades sobre su entorno territorial, que son fáciles de entender en virtud de las funciones y contribuciones de la agricultura familiar, arriba descritos. Al tiempo dependen de las externalidades que el territorio les proporciona, como dotaciones y bienes públicos. Esto ha conducido a la revaloración del territorio como una categoría institucional que proporciona los elementos básicos para la emergencia de una nueva generación de políticas públicas con enfoque territorial. De esta forma existe una dimensión territorial que le da entorno a los Sistemas de Producción campesina, determinando tipologías territoriales particulares, como nos lo ha enseñado Brasil con sus Territorios de Ciudadanía.

Una visión de Sistemas Territoriales de Producción Agrícola Familiar y Campesina se constituye en una aproximación pragmática, que reconoce la realidad de las relaciones funcionales existentes entre la familia, su finca, su sistema de producción y su territorio, como una vía para renovar las políticas públicas sobre la base del reconocimiento de la importancia estratégica de la agricultura familiar para el desarrollo sostenible del conjunto de la sociedad de nuestros países.


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