Transición y cambio

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La transición es el verdadero nombre del cambio / Misión la Política en Colombia, ESAP, IICA, 2001

De la velocidad

El signo de los tiempos actuales es el cambio, la mutación, la velocidad, la obsolescencia, la adaptación, como expresiones de una nueva naturaleza humana decididamente trashumante. Conceptos que entrañaban un hondo sentido de transformación humana como revolución, han perdido el sentido de cataclismo, que tuvo en las épocas heroicas, la revolución francesa, la reforma protestante, la revolución de independencia de América o la revolución bolchevique. Hoy cambios que se abrogan para sí, iguales magnitudes y trascendencia, se suceden en espacios de tiempo de tan solo lustros. El sentido reposado del ser humano, que pudo semejarse más a los rumiantes, se ha convertido en el vertiginoso ritmo de los veloces felinos depredadores. Este espíritu de cambio se nutre del fluir que la revolución tecnológica ha alcanzado durante el presente siglo, mostrando una extraordinaria capacidad para revisar permanentemente los fundamentos que dan cimientos a la sociedad actual.

Del cambio

Pero tal vez el cambio más destacable, el más profundo, no es el de los estilos de vida, de los portentosos inventos para multiplicar la productividad humana, la capacidad infinita para alterar el entorno, para modificar la vida y la muerte o para hacer estallar las barreras de tiempo y espacio, que en otro momento significó que había un lugar para cada cosa o que siempre habría tiempo para vivir y tiempo para morir. El verdadero cambio es el del significado mismo del cambio y por lo tanto del significado del no cambio. Conceptos como reforma, revolución o transición, parecen haber perdido su pertinencia, al haberle sido eliminado de raíz su contrario: la estabilidad. Hoy aceptamos que cualquier cosa que no cambie en cinco, tres, dos años, está condenada a quedarse fuera.

De la tecnología

Quiero partir de la oda actual de los seres mutantes para ubicar el sentido de la transición que vislumbramos para enfrentar un nuevo proyecto político. La degradación del sentido de cambio puede ser atribuida a múltiples causas de diversa naturaleza. Sin duda el ritmo alcanzado por los cambios técnicos, servidos de los avances en la ciencia que da sustento al nuevo Dios pagano, la tecnología, permiten explicar como hemos ido sustituyendo las viejas formas de hacer las cosas por otras, extraordinariamente más eficientes. Los desplazamientos, las comunicaciones, la atención de la salud, la producción de bienes, las transacciones de todo tipo, cuentan hoy con instrumentos de portentosa capacidad que han reducido el tiempo de ejecución de todas las tareas tradicionales de una vida normal. No quisiera detenerme en una reflexión sobre el sentido del ahorro de tiempo y esfuerzo, solo quiero sembrar la duda de que este tipo de cambio no trasciende a lo más profundo de la vida humana, es decir no toca su humanidad.

De la economía

El otro factor explicativo del sentido del cambio es la renovada dinámica que ha adquirido el mundo de la economía. La eficiencia productiva alcanzada reduce los tiempos de producción, los accesos a los mercados, los tiempos de respuesta, las esperas para los intercambios financieros. Nos acercamos a una concepción de tiempo real como paradójica expresión de la eliminación del tiempo. Todo ello nos conduce a la necesidad de adaptarnos a cambiantes condiciones de entorno en nuestras actividades más cotidianas e íntimas. La razón y la inteligencia están al servicio de encontrar rápidamente las formas precisas de adaptación a la velocidad de los acontecimientos. Creo que allí muere por ineficiente el pensamiento crítico, la duda, la indecisión, la lentitud para encontrar el camino, la necesidad de buscar las causas últimas, o simplemente la contemplación.

La máquina económica conducida por una fase nueva, práctica y eficiente del capitalismo de final de siglo, se ha unificado en criterios de supervivencia basados en la competitividad, que exige estar al día en los cambios tecnológicos y en la más sutil variación en los comportamientos de los mercados, de los gustos y preferencias de los consumidores, en mercados dinámicos y concurridos.

Abrir la brecha

La necesidad de adaptar la estructura económica, social, política y cultural a las condiciones del cambio establece permanentes procesos de ajuste y reforma que tienen implicaciones, direcciones y sentidos únicos para cada tipo de sociedad. Las brechas entre países y grupos sociales tienden a ampliarse, como consecuencia de las diferencias de capacidad para ajustarse, la cual a su vez depende del nivel de inserción o presencia de formas modernas de desarrollo, de formación de capital humano o de eficiencia económica. De esta forma el subdesarrollo no solo se arraiga por la falta de capitales, sino que se alimenta de la incapacidad para reaccionar a las nuevas reglas del cambio.

En síntesis, a final de siglo se ha impuesto un ritmo de cambio que vuelve confuso y equívoco el sentido de los cambios que se requieren. Se acepta que las transformaciones necesarias son aquellas que permitan que la sociedad viva al ritmo de la innovación y la eficiencia. Ni siquiera existe una preocupación clara por el sentido de ingresar a la modernidad, la cual solo queda reservada para una porción de la humanidad, que no entiende que una de sus condiciones esenciales es su propia universalidad. En esta dirección quiero destacar la confusión que se ha apoderado del espacio político que funda la necesidad de cambio en términos de la precariedad de nuestras posibilidades de aconductarnos a las nuevas reglas de la velocidad, lo cual tiene su mejor expresión en los nuevos revolucionarios, encarnados en el neoliberalismo más radical.

El cambio a favor de la inmovilidad

La revolución pacífica que identificó el plan nacional de desarrollo del gobierno del presidente César Gaviria, entre 1.990 y 1.994, refleja con nitidez el sentido que adquiere la transformación. Recordemos que el escenario político del momento en que fue elegido el presidente Gaviria estaba marcado por una terrible angustia general. Tres candidatos presidenciales fueron asesinados, el terrorismo iniciaba la demostración de poder desestabilizador que luego ha ejercitado minando las fuerzas de todo un pueblo arrinconado, el narcotráfico se mostraba fortalecido y arrogante en todos los escenarios nacionales, los desequilibrios sociales se mantenían sin esperanzas de solución, la demostrada incapacidad de la dirigencia nacional para afrontar el drama nacional, en fin, se hacía evidente el clamor general por un cambio en nuestra vida en sociedad. Un estado de ánimo proclive a la renuncia, parecía favorecer un profundo ajuste, creando las condiciones necesarias para que se produjeran virajes significativos en aspectos, hasta ese momento impensables. No de otra forma se entiende el consenso que se logró para dar muerte a la centenaria constitución, para cerrar el congreso, para reformar el régimen laboral, para ajustar las reglas del comercio internacional, replantear la seguridad social, entre otras reformas que en décadas anteriores se habían resistido a toda suerte de embates.

Sin embargo, los revolucionarios de la revolución pacífica entendieron que los cambios que anhelaba la nación eran los que les debían de permitir entrar en el vértigo de los cambios tecnológicos y económicos. Se impuso la idea de que el cambio que necesitaba Colombia era el de la apertura económica, como extraño sustituto del ingreso a la modernidad. Se lograron más reformas que las acumuladas en las dos décadas anteriores, las cuales no lograron atenuar el dramático avance de la descomposición que dio origen a la confianza depositada en los reformadores. Más aún, el desarrollo de los acontecimientos demostró que lejos de aliviarse se acentuaron. Es claro que la revolución de principios de los noventa tiene dos efectos perversos: la pérdida del sentido transformador de una revolución en la sociedad colombiana y la frustración profunda de la sociedad que creyó que las revoluciones cambiaban las sociedades. No solo no logramos el cambio, perdimos la esperanza en él. Hoy se insiste en explicaciones ingenuas que tratan de reivindicar las reformas, en una segunda oportunidad, amparadas por un nuevo llamado al cambio, que lidera el actual gobierno.

En el otro extremo del espectro político se encuentra el discurso de la revolución armada, otrora de corte socialista marxista, hoy inmersa en grandes contradicciones entre un militarismo frenético, ambivalencia ideológica y graves concesiones éticas, de las cuales el terrorismo y la violación a los derechos humanos son protuberantes. Si en un momento de la historia nacional logró la legitimidad de reivindicar la justicia social, hoy, a pesar de prevalecer como sustento de su existencia, ha contribuido a una apatía desesperanzadora, aún entre los excluidos. Es una forma más de la frustración frente a las posibilidades de transformación profunda de los verdaderos males de nuestra sociedad.

Común a todas estas expresiones de revolución es la identificación de un proyecto de país ideal que legítimamente soñamos todos los colombianos. Ninguno de los discursos transformadores ha estado ausente de proponer un país democrático, pacífico, justo, estable, viable y sostenible. Perece una broma del destino que las propuestas de la guerrilla, de los paramilitares, del partido conservador, del liberal, de los planes de desarrollo y de la iglesia coincidan en lo que debería ser Colombia. El deseable posible parecemos tenerlo claro y lo verdaderamente trágico es que uno puede llegar a creer que todos pueden estar sinceramente comprometidos en que ese país se logre, al menos sobre el convencimiento de que exista una segunda oportunidad para estas generaciones condenadas a la soledad.

Pero es evidente que los caminos para alcanzar ese país difieren radicalmente, que los cambios que se requieren se interpretan en formas contrapuestas y excluyentes, que la naturaleza de los medios es disimiles, que los protagonistas no son los mismos, que los costos que se deben pagar para lograrlo se cargan en forma diferente, que las víctimas del estado actual y del proceso varían, en fin, que los caminos para acceder a la nueva sociedad están marcados por la divergencia.

Lo anterior se siente como una alabanza a la democracia, es decir a la deseable existencia de la diferencia. No es malo que existan propuestas diferentes, visiones contrapuestas e, inclusive, intereses diferentes. Ese no es el problema, esa es una virtud. Lo que está verdaderamente mal, es que estas diferentes formas de entender el camino, no tienen un escenario adecuado para su confrontación y desarrollo. Se ha entronizado la idea de que es válido imponer una opción sobre la otra por medios violentos, por el terror, por la sangre, por la exclusión, por la arrogancia, por la equivocada certeza de que cada cual tiene la razón y su derivado trágico: que su razón se la puede imponer a los demás.

Lo que se perdió en el cambio

He aquí, entonces tres elementos que considero claves para el análisis: la difusa definición del cambio que se requiere, la pérdida de contenido del cambio o el desprestigio a que llegaron reforma y revolución en manos de revolucionarios y reformistas incapaces y la carencia de un escenario político para discernir democráticamente entre una y otra opción. Todo ello en el marco cómico de que todos creemos saber lo que queremos.

De quiénes somos Colombia

Quiero aquí hacer una digresión que debe ayudar a complementar el escenario del cual parto. Cuando hablamos de Colombia, de sus crisis y de sus problemas, tendemos a aplicar resero inverso al excluyente que domina nuestra vida económica y social. Con inusitada frecuencia convertimos la degradación de nuestra elite dirigente en la degradación de toda la sociedad. Es claro que el poder político y económico ha estado altamente concentrado, que la exclusión es una impronta de nuestra sociedad y que lo visible es el poder y sus instituciones. La corrupción, la cleptocracia y la ilegitimidad que ha alcanzado a la clase dirigente del país, expresión que institucionaliza nuestra proverbial desigualdad, no se extienden de igual forma en el resto de la sociedad que, aún de ello, queda excluida. No es trivial la reivindicación de que en Colombia tenemos una sociedad escindida, donde la mayoría, enajenada en su posibilidad real de acceder al poder, tiene una menor responsabilidad y, más importante aún, tiene un menor grado de degradación. La enfermedad colombiana no es epidémica, es endémica a los grupos encerrados en el usufructo extremo del poder. Porqué es importante esta consideración? Por la simple y llana razón de que no es lícito extrapolar la decadencia del ejercicio del poder a las comunidades y ciudadanos que la padecen.

De la reforma a la transición

Ahora bien, frente a este panorama se abre la necesidad de identificar los factores que pueden ser considerados como los mínimos necesarios para disparar los procesos políticos que establezcan un nuevo escenario, posiblemente un nuevo ordenamiento democrático, que determine un punto de inflexión, un viraje real que rompa el círculo de degradación y exclusión. Este es el verdadero sentido de la transición que debemos emprender. No se trata de una transición hacia la eficiencia y la competencia, no se trata de la transición hacia el país soñado, no se trata de la transición hacia la ética, no se trata de la transición hacia la justicia. Se trata de la transición hacia la liberación de las potencialidades y fuerzas sociales y políticas que permitan recuperar la legitimidad del cambio, que permita la explosión creadora e imaginativa de una sociedad reprimida en lo más esencial, en su propia personalidad, en su propio reconocimiento, en su autoestima, en su dignidad, en su valoración. Entiendo aquí la transición como la precondición para emprender los caminos, o reformas, que nos conduzcan al proyecto deseable y posible y en este sentido es una propuesta diferente de lo que entendemos tradicionalmente por transición política, de un sistema a otro, económica, de una estructura a otra. Caminos que en el juego democrático y pacifista abran los espacios a la creación colectiva de sociedad, donde los ajustes y definiciones que optemos tengan el nivel de apropiación e inclusión que los haga legítimos, como fundamento de su viabilidad.

Este es el ámbito de la transición, entendida como la estrategia que permita que  la sociedad colombiana, toda, trascienda su actual estado de perplejidad, frustración, confusión, decepción, impotencia, rabia contenida, desconcierto, horfandad, vergüenza, indignidad, marginalidad y exclusión, permitiéndole abrir caminos para iniciar un viaje complejo y exigente para la construcción del país deseado y posible. La transición no es el viaje, ni el arribo, es el alistamiento. Quiero aventurarme a pensar que el capital político es el estipendio para la travesía y que la transición tiene como propósito crear ese capital político.

Colombia atraviesa o, mejor, se empantana, en un momento histórico muy grave. Perdió su rumbo y la energía que la pueda movilizar. No vivimos una fase natural de un proceso comparable con otros países, vivimos nuestra propia y única crisis como nación y sociedad. Lo más peligroso está asociado con la dificultad para entender la magnitud de nuestro drama. No se trata de reactivación de la economía, de nuevos esquemas de inserción en el orden mundial, de un nuevo régimen laboral, de una nueva ley de partidos, de reforma agraria, ni siquiera, de lograr la paz. Se trata de que hemos perdido nuestra capacidad para reconocer nuestra impotencia para enfrentar el más simple de los problemas. Un primer paso para hacer viable la nación es lograr la consciencia necesaria para entender que esto no puede seguir así, que requerimos un cambio de verdad. De allí la gran responsabilidad histórica de quienes han abusado de las ideas de cambio, reforma o revolución, para mantener las cosas igual, para alejar la opción democrática, mientras todos presenciamos tan solo nuevos protagonistas de una repartición insensible e irresponsable que ha puesto al poder de espaldas a la verdadera calamidad que vive la sociedad. La urgencia y profundidad de la transición aún no son suficientemente explícitas, a pesar de los discursos y declaraciones en que se esconde la poca voluntad de producirla.

Las distintas transiciones

Si bien la transición ha de ser entendida como un proceso político, la naturaleza de sus componentes es económica, cultural y social, en virtud de sus implicaciones sobre lo público, sobre el poder y sobre las instituciones. De esta forma se puede afirmar que se requiere una transición económica, una transición cultural y una transición institucional, en cuanto esferas de lo político. Ellas deben de sumar una verdadera transición política, que enfrente el costo de la modernidad aplazada.

En lo económico se hace urgente una transformación de su papel en la creación de sociedad, poner en tela de juicio su primacía sobre lo político, su sentido sobredeterminante, su naturaleza totalizante y excluyente. En segundo término requiere un replanteamiento de la idea dominante de que la distribución es una consecuencia deseable del crecimiento económico y no la razón de ser de la economía. Tercero, entender que la sostenibilidad compromete el sentido del objeto de la economía, en contraposición con la atenuada ética ambientalista del capitalismo moderno. En fin, existe un conjunto de supuestos básicos de la economía que deben ser replanteados, determinando nuevas metas y, de allí, las definiciones de los procesos que es necesario emprender para lograr que la economía esté al servicio de la sociedad y no ésta supeditada al imperio de la lógica racional de un sistema que encarna, bajo el manto de la neutralidad y el racionalismo ramplón, las estructuras de poder político.

En lo cultural, quisiera reducir la transición a un único concepto, reconocimiento. No hay duda de que uno de los más degradantes males nacionales es nuestra actitud vergonzante, cuya máxima expresión es la actitud arribista de nuestras elites, que hoy se legitima en un triste sentido de globalización. Se ha generalizado en todas las esferas de la sociedad, a pesar de la existencia de esperanzadores y amplios focos de resistencia, la subestimación y el conformismo, como si lo más rico y profundo de nuestra tradición mestiza fuera el mal que debemos combatir. El modelo que impuso el paradigma de progreso asociado a la urbe y al consumo, ha demolido y neutralizado la extraordinaria capacidad imaginativa y creativa de nuestra cultura. Un peligro moderno potenciado por la globalización, ronda nuestras raíces: creer que la modernidad implica nuestra propia negación. Hacer un inventario valiente, humilde y generoso de nuestro propio ser, podría ser un ejercicio extraordinariamente rentable. Pero este ejercicio solo puede ser hecho desde nuestra historia y nuestra cultura. El planeta está lleno de ejemplos de desarrollo, modernidad y posibilidad de felicidad para pueblos que han sabido mantener, defender y modernizar sus propias culturas sin negarlas, sin esconderlas y sin excluirlas. Una sociedad no se crea transculturizando, sea por la vía de la cruz y la espada o por la vía internet, solo es posible valorando la construcción realizada por generaciones, hoy adherida a nuestros genes, a pesar de los intentos de macdonalización.

En lo institucional, la transición se debe orientar al desarrollo de formas de organización que permitan el fluir de la energía política en aras de crear el capital político que requerimos para crear sociedad. La tradición institucional colombiana nos indica abrupta y descomunalmente la necedad de insistir en la frivolidad de armar y desarmar instituciones, sean estas normas, leyes, constituciones u organizaciones. Es una lección dolorosa y costosa, cuyo capitulo reciente más notorio fue el de la expedición de nuestra Constitución del 91, que más temprano que tarde, demostró que las instituciones no nacen del papel, sino que, cuando existen, se registran en el papel. De allí que lejos de haber perdido vigencia el tema institucional, nos indica la urgencia de repensarlo y de afianzar la transición en la recuperación o creación de instituciones, entendidas como arreglos basados en la confianza, en la comunicación y la solidaridad. Sin estas instituciones no es lícito pensar en contar con las bases para la creación de una sociedad democrática.

Si observamos la naturaleza de los componentes de la transición, su sentido de cambio de los fantasmas que conforman el subconsciente colectivo, podemos entender que el exorcismo debe realizarse a través de una nueva pedagogía de la creación, donde la imaginación, la creatividad, los valores propios, los sentimientos, el afecto y la fe den espacio al repensarnos, como condición para descubrir que nuestra soledad se reafirma en la negación del otro, que soy yo mismo, en cuanto a pertenecer a una misma y grande nación. Así entendemos este ejercicio de la Misión Política que quiere proponer un nuevo camino para iniciar la transición.

Del tiempo de la transición

Finalmente quisiera referirme a la temporalidad de un proceso de transición. Reformas, ajustes, reingenierias, modernizaciones, reestructuraciones, reconversiones, siempre tendrán vigencia y forman parte de la vida. Su velocidad y profundidad pueden variar, lo mismo que las orientaciones e ideologías que las respalden, particularmente en un escenario democrático. Pero la transición, entendida en los términos aquí expuestos, es una, es un punto de partida, es la dotación inicial de capital político y por tanto debe ser realizada en un plazo tan breve como profunda sea la degradación alcanzada por la sociedad. No me cabe duda de que Colombia debe realizar esta transición con urgencia, aquella que impone la forma como nuestro suelo se anega de sangre y los niños y jóvenes se niegan a entender la miserable herencia que les espera. La transición se debe fundar en un compromiso acotado en el tiempo, que implica mirar con sospecha toda ortodoxia y que debe permitir en breve plazo afirmar a la sociedad en su conjunto: hemos sentado las bases de instituciones que reflejan nuestros acuerdos, hemos revalorado lo que somos y hemos puesto a la economía en su lugar, como instrumento de progreso y justicia y, por tanto, estamos preparados para iniciar el camino de la discrepancia democrática, de la organización social, del alivio a la pobreza, del combate a la exclusión, del crecimiento económico, de la creación de instituciones, de la integración con el mundo, de la creación de una sociedad colombiana única, propia, orgullosa y digna, que nos involucre a todos con la misma fuerza como puede ser único, propio, orgulloso y digno el amor que individualmente profesamos por quienes nos son más caros.


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